sábado, 22 de diciembre de 2012

Zaibekiko.

J.K. en acción (google)
Ella sembraba tomates en su casa, donde también cultivaba el entendimiento. Ambas, sembrar y cultivar, lo llevaba a cabo en la terraza que daba a la avenida principal del pueblo. Nunca creyó que vivir en la ciudad fuera un mérito, para ella desmerece quien aspira, con aires de grandeza, a las "ventajas" que una gran ciudad otorga. Siempre ha preferido la tranquilidad que solamente los pueblos pueden ofrecer, además que para pintar, necesita estar tranquila y si es posible, sin ruido. Escucha música mientras coge los pinceles y traza en el lienzo, le gusta oír klezmer, quizá porque le recuerda a Varsovia, la ciudad que la vio crecer y jugar en las calles desiertas, calles bañadas por el recuerdo de la sangre de una tradición rota, corrompida por ajenos, destruida por quienes deseaban el poder a costa de lo que fuera necesario. Ella era niña entonces y sus recuerdos no son malos, son recuerdos acompañados de risas, de días con sol, de calles graciosas (así lo veía cuando era niña), calles llenas de alegría. Era "la niña remolino", como decía su madre, pues no paraba; siempre corriendo aunque llevara zapatos y vestido y un peinado que la convertía, para su padre, en su princesa; qué bella era para él, era su muñeca, era lo más hermoso que había visto jamás, la amaba. A pesar de estar poco en casa, su padre procuraba dedicarle casi todo el tiempo, él vivía en Cracovia, su vida de médico le mantenía lejos de su mujer e hija, así que cuando volvía, era plenamente de ellas y para ellas. Cuando su padre murió, ella tenía doce años, pero aún lo echa de menos, hay momentos que no se olvidan y seres que nos acompañan el resto de nuestras vidas.

Ella cocina tomates al horno y luego sale a dar paseos por el campo, no lo hace siempre, lo de cocinar tomates al horno, pero dar paseos sí se ha convertido en una costumbre, casi un ritual que sigue en cada paso dado. Luego vuelve a casa y pinta, pinta árboles que ha visto en su paseo, o pinta alguna piedra, o el cielo, o las hojas cubriendo los campos; incluso pinta un camino, un largo camino del que no tiene regreso ni su pincelada. Pintar es para ella lo que la salva de la locura, aunque, ¿quién está a salvo de la locura? Ella cree que pintando es como encuentra la luz que se apaga día a día en su cuerpo, sin la pintura carece de sentido seguir viviendo, por eso, es que continúa con su empeño. Cuando no pinta, ni siembra, ni cultiva, ni hornea, ni pasea, es cuando respira y toma consciencia de ello. Qué difícil es tener consciencia de lo que de forma cotidiana hacemos, aún así, ella se esmera en entrar en ése ciclo de entender su ser como una parte más de un engranaje que crea el funcionamiento de las cosas, no como un factor indispensable para funcionar, pero sí como un elemento necesario para la vida.

Ahora nos trasladamos a otra escena. Son las diez de la mañana. Un músico pasea por la plaza principal de Florencia, la Piazza della Signoria. Un sol estupendo cae amablemente sobre sus hombros y la funda de su guitarra. Hay palomas cerca de la fuente donde Neptuno, soberbio y poderoso que posee la grandeza, misma que gobierna sobre las aguas de los mares, permanece en pie, inamovible.  De fondo se escucha música de un acordeón, son notas Balcánicas que inundan la plaza con un toque de melancolía. Ella, la que años después pintaría de óleos sus lienzos, está ahí, paseando, mirando la belleza que puede concentrarse en solo un espacio. El músico avanza y choca con ella, se disculpa y continúa su camino, es hora de trabajar: deja el estuche en el suelo, lo abre, saca la guitarra..., y se pone a tocar algo suave que aprendió en Grecia en uno de sus viajes, un Zaibekiko tocado en nueve octavos. Aún recuerda el día que tuvo el patrón rítmico desglosado entre sus manos, era algo así: 

"1/8 + 1/16 + 1/16 + 1/8 + 1/8 + 1/8 + 1/16 + 1/16 + 1/8 + 1/8 + 1/8"

Y ahora, dos años después, improvisa en Italia con ritmos griegos. Su guitarra suena envolviendo, poco a poco la plaza. El acordeón ha cesado y la gente que permanece sentada, disfruta de la extraordinaria composición que el músico (anónimo para todos) interpreta.

Jonathan no puede creer lo que escucha. "¿Qué es esa magia?, yo podría recrearlo y convertirlo en jazz, mismo que interpretaría en las mejores salas de Nueva York", se decía a él mismo. Luego, con nerviosismo busca un bolígrafo y al no llevar consigo, lo pide al camarero. Ahora, sobre una servilleta está escribiendo lo que sus oídos acaban de descubrir: la bendición musical que más adelante tocará en su gira y más adelante aún, grabara en un disco, mismo que después venderá en otra de sus giras por europa, donde años después será descubierto con gozo por aquel músico anónimo de la Piazza della Signoria
Jonathan se guarda la servilleta donde ha escrito su futuro, es entonces cuando ve pasar a una mujer que flota en el andar. Es Ella, la que paseaba por Italia y que ahora pinta, y hornea, y da paseos, y que sin dudarlo prefiere los pueblos a las grandes ciudades, en donde parece que ya no se cultiva el entendimiento.

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