lunes, 24 de junio de 2013

Siempre la tangente.

Cuando el señor H despertó, lo primero que hizo, como cada mañana, fue beber un trago de la cazalla que guardaba dentro de su mesilla de noche. Ese sabor fuerte y seco le hacía levantarse sin dificultades. Lo trágico de la vida le tenía sin cuidado mientras la cazalla estuviera medianamente llena.
La señora M, su mujer, estaba acostumbrada a que el señor H hiciera de la cazalla una costumbre, incluso alguna mañana participaba del ritual bebiendo un poco; aunque ella prefería levantarse e ir a la cocina por una manzanilla. Tanto el señor H como la señora M, eran conscientes de los pesares de la vida, pero como a otras tantas cosas, acostumbrados a ello, seguían con su día a día sabiendo llevar las dolencias. Cada uno tenía claro cómo ausentar de la mente el peso de lo evidente, que no era más que una monotonía constante.

El señor H estaba jubilado, pero no podía despertarse después de las seis de la mañana, hora que se había acostumbrado a base de treinta y cinco años levantándose diario a la misma hora; incluso los domingos, que aprovechaba para trabajar en el jardín y luego pasear con la señora M. En lo que concierne a la señora M, había pasado la mayor parte de la vida dedicada a los deberes de casa, a la cocina y a lo que con el tiempo, ser una madre conlleva: "el amor de una madre va más allá incluso de prejuicios y tedios", decía convencida.

Yo veía al señor H y a la señora M como una pareja enternecedora, común y por qué no, cansada. Eran mis vecinos y su hija llevaba diez años sin vivir con ellos, ahora mismo estudiaba un posdoctorado en la universidad de College State of Naidien en la ciudad de Londres. G, que sería la hija del señor H y la señora M, tenía más inquietudes por la vida que sus padres, por ello no dejaba los estudios y se nutría de libros en mayor medida que de alimento, pero ni con ello lograba apaciguar su deseo de encontrar la razón de la existencia, misma que para su entender era inexistente.

G era intrépida y parecía que siempre tenía qué decir y que sabía perfectamente cómo hacerlo. Yo no, que soy su antítesis hecha y derecha. Más bien soy torpe de palabra y parece que siempre digo lo que no toca a quien no le corresponde. Casi se podría decir que G no pertenece a su familia, pues sigue en busca de algo que al parecer es inalcanzable, no como sus padres que se han dado por vencidos, o que ni siquiera se lo han planteado. En cambio de mí, perfectamente se diría que soy hijo de mis padres. Mi madre, una mujer de letras, siempre me enseñó que lo importante era el saber y que lo demás venía por añadidura. Por el contrario, mi padre me decía: "aquel que desea, pero no actúa, engendra peste". Años después me enteraría que la frase de mi padre, en realidad no era de él, sino del señor William Blake, aunque algunas veces aún pienso que Blake viajó en el tiempo y vino a robársela para volver a su época y así convertirse en el autor, tonterías mías.

Mi madre no dejaba de devorar libro tras libro, libros de todos los tipos; cualquier cosa que pudiera ser leída, mi madre la leía, me insistía que si no me nutría del conocimiento, entonces estaba destinado a la desdicha que da la ignorancia. Mi padre era un poco más campechano, él era más de andar por casa, más de contemplar las plantas, más de imaginar, de soñar despierto..., era, como él se autodefinía, "un hombre de vientos y palabras esenciales". Optaba por lo simple y por buscar siempre la tranquilidad del momento; lo cual me parecía estupendo, aunque algunas veces, al verlo actuar, era desesperante. Su forma pausada de encaminar cada cosa que hacía, podía desatar un ataque de nervios a cualquiera y mi madre, era la que más lo sufría.

Dejé de vivir con ellos porque a los treinta años ya era hora de estirar de lo que había ganado en mis últimas ventas, así que me fui de la ciudad a vivir al pueblo que colindaba con ella, uno de tamaño medio que prefiero no recordar su nombre, lo llamaré el pueblo T. En el pueblo T alquilé una casa pequeña donde disponía de un jardín y dos habitaciones, un salón y cocina integrada. Desde el primer momento que pisé esos suelos hidráulicos supe que ahí sería donde pasaría mucho de mi tiempo pintando. El dinero me duró tres años, dos meses y seis días, justo el tiempo necesario, más me hubiera matado o vuelto loco, que para el caso sería lo mismo.

La señora M fue la primera en abordarme. Vino a mi casa a la semana de instalarme, tocó la puerta y allí estaba ella con su sonrisa, su mandil y una tarta en las manos.

—Buenos días y bienvenido a T —me dijo mientras me entregaba el presente—, te he traído una tartica de las que hago, está buenísima. Soy M, tu vecina de enfrente.
—Muchas gracias, es usted muy amable. ¿Quiere pasar?
—No qué va, pero luego puedes venirte a casa a comer y así conoces a mi marido, H, ¿te gusta la fideua?, mañana comeremos una que me queda estupenda, si no tienes nada qué hacer podrías venir y de paso también conoces a nuestra hija que viene de visita.
—Me encanta la fideua, y la verdad es que lo prefiero a comer solo, mañana me paso por ahí, además tengo una botella de vino blanco que sería perfecta para acompañar.

Nuestra primera charla no fue nada más que un acercamiento, ¿quién podría pensar que la señora M no solo era una ama de casa convencional, sino que debajo de su mandil y argumentos de amor a la familia había una mujer que abogaba por la lectura de intelectuales contemporáneos? Pues así era, M no tejía ni hacía macramé como casi todas las otras mujeres del pueblo, ella estaba en "otro nivel" —o así ella misma se definía de manera irónica—, pues se ponía a navegar por internet y descargaba archivos PDF de libros contextuales, que abordaban las diferentes corrientes que han existido desde los primeros filósofos hasta los actuales letrados que se ven necesitados de seguir explicando lo que el humano  trata de explicar; que sería, no otra cosa que la razón de la existencia y en definitiva, la nada abordada desde el entendimiento. La señora M no leía novelas ni poesías, ella se decantaba por el género del ensayo, decía que era donde el escritor realmente podía apostar por algo sin tapujos, sin miedos, sin trampas; pues ahí se encontraba el riesgo del error justo al límite, donde se demostraba que se seguía siendo humano. Yo la escuchaba pero no podía hacer otra cosa que sonreír y pensar que era una buena mujer, muy lista y desprendida. También es cierto que no le entendía una mierda de lo que hablaba.

El señor H, por el contrario a su mujer, prefería la pesca. Decía que él no necesitaba de libros ni de escuelas ni de pinceles, que para encontrar la tranquilidad, la mejor opción era buscar un lugar tranquilo y este, estaba fuera de uno mismo, que esas chorradas de la paz interior eran una basura. En cierta manera estaba de acuerdo con él, pues yo tenía ese punto onírico que mi padre había sembrado en mí. Recuerdo que una vez, cuando niño, me fui de camping con la escuela, de esos viajes organizados que los colegios suelen realizar, ya sabes, un poco de convivencia, deportes, artes plásticas, letras..., entretenimiento para los niños, vamos. Y eso, estábamos en un bosque, la verdad es que no recuerdo cuál era, pero sí que estábamos ahí acampando y hartos de las actividades, ya cansado, fue cuando tumbado puse atención a las estrellas, ahí a los lejos pegadas en el cielo, de hecho imaginé que el cielo era un gran trozo de papel y por casualidad las estrellas se había quedado pegadas a él porque tenía impregnado algún tipo de adhesivo. Luego seguí mirándolas y pensé en que era imposible que fueran eternas, "nada es eterno", me dije, el fuego se apaga, el viento cesa, el agua se evapora, la tierra se seca, no puede ser que las estrellas duren para siempre ahí pegadas en el cielo. Le daba vueltas al tema y justo ahí, sentí una paz interior que provenía del exterior, luego me quedé dormido y soñé algo que cuando recuerdo me hace regresar a aquella noche; porque fue tan real que parece que lo he vivido y no soñado: Estaba en casa y de pronto, así sin más, todo se volvía oscuro como si se hiciera de noche, al principio me asustaba, pero mi madre me decía que era normal, que a veces el sol decidía apagarse por momentos y por eso se hacía de noche y que no me asustara si empezaba a flotar, pues sin sol la gravedad terrestre cambiaba y en algunas ocasiones el peso de las cosas variaba y todo perdía atracción al suelo; y eso fue justamente lo que pasó, que empecé a flotar, primero sentí torpeza para moverme, pues a lo más cerca que había estado de sentir eso, era cuando nadaba en la piscina de la casa de mis abuelos, pero al poco rato ya me sentía todo un experto, así que abrí la puerta y decidí probar suertes al aire libre. Las calles estaban desiertas y oscuras, y era solamente yo era el que disfrutaba de la ingravidez. Era muy sencillo deslizarse entre el viento y los árboles, solamente era cuestión de pensarlo y ya está, no había más, el vuelo se controlaba con la mente, por lo tanto podía dar giros y volar rápido o incluso levitar sin necesidad de moverme. No sé cuanto tiempo pasaría, pero decidí ver si el cielo era un papel adherente como yo creía, o simplemente estaba en un error. A los poco minutos ya estaba cerca del final de la tierra, justo donde el cielo empezaba y en efecto, el cielo era de papel y para mi desdicha, adherente.

Al año de conocer a G le conté mi sueño, ella decía que estaba muy loco. Ya —le contestaba yo—, ¿pero nunca has pensado que quizá nos han vendido la película de las ciencias y en realidad no hay nada allá, fuera del cielo? G me miraba y hacía un gesto de complicidad que desaprobaba cualquiera de mis pseudo teorías sentimentalistas que pudiera plantear, ella estaba enfocada a la razón y no al sensacionalismo del que yo me nutría.

—Tu problema es que eres un romántico.
—¿Problema?, en realidad, G, es que el problema aquí lo tienes tú por no serlo.
—Puede ser, pero no me lo creo. Me gustas así como eres, incluso te quiero por ser así de natural y simple y con ese poder de abordar incluso tu creatividad desde los sentimientos, desde el deseo, la ira, el amor... Pero venga ya, hay cosas que son y otras que no lo son, así de sencillo.
—...
—...

Como no podía discutir con ella, ni ella conmigo, el silencio era el que se interponía entre nosotros. Luego se iba a la universidad y podían pasar meses sin que supiera algo de ella. Yo no le daba importancia absoluta, me centraba en pintar y seguir con mis historias y mis sueños y contemplaciones, hasta que descubrí que los licores no estaban tan mal como pensaba. Fue ahí, cuando todo empezó a estropearse. Me fui por la tangente.

Imagen con autoría de quedada-fotográfica


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